martes, 23 de junio de 2009

Se va la primera...

Para empezar, una alcaración: las recetas no tiene medidas exactas, salvo que así lo requieran y sean cantiades medibles de modo fácil.

Ahora si, arrancamos con algo simple, básico y sencillo: Salsa blanca

Se neceita manteca, harina común y leche.

  • Ponen una cucharada sopera de manteca en una ollita (traten de que no sea una muy latita porque pueden quemar la manteca enseguida) y al fuego hasta que se derrita.
  • Luego agregan una cucharada de harina en forma de lluvia . Acá lo bueno es ser ágil con ambas manos o tener ayuda, así mientras se agrega el harina por un lado, se va revolviendo por el otro (no la manden toda de una así evitan grumos).
  • Cuando incorporaron todo, echen la leche, si es posible, tibia, de forma sostenida. Siempre, siempre, siempre estén revolviendo y uniendo todo y no dejen que se espece demasiado de golpe (de nuevo, la cuestión grumos es fundamental evitar).
  • Agreguen por lo menos una taza y esperen a que hierva y empiece a espezar y busquen la consistencia que más les guste agregando más leche para que sea más fluída o cocinando más para que espece. Si la quieren para un relleno (tarta o canelones, por ej.) les conviene que esté lo más consistente posible, así que a fuego bajito va a tener que hervir un rato bastante. en cambio, si es para una salsa, el punto sería como el de la crema que sale del pote, fluida.
  • Unas pizcas de sal, pimienta y nuez moscada para hacerla clásica.

Con eso como base, se pueden hacer maravillas en unos minutos, además se puede condimentar con casi cualquier cosa (rayen un buen queso o metanle un sobre de los quesabores y me cuentan)

Por ejemplo, saltean unas cebollitas de verdeo (o las comunes o las coloradas o las que les gusten mas, che) con unas pechugas de pollo cortadas en cubitos, sal, pimienta, pimentón (tengo uno made in Jujuy, amarillo, que pica como la mismisima madre y está genial) y cuando está todo cocido le agregan la salsa blanca y para unas pastas queda pipi cucu!!




just push play n' cook...

miércoles, 17 de junio de 2009

Bienvenidos

Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad.

Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre.

De más está decir que un hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a titulo provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado.

Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres.

Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles.

En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas.

Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastio que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida.

No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados.

Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas.

Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía.

¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?

En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los origenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos.

Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias.

Un Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas.

Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad.

El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave.

Grecia sabia más de estas cosas; su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces.

En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida posible, una esencia de inmortalidad.

También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá, a los salvajes orígenes de las razas.

El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontraría al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me impacienta.

Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo.

Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad.



Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar