No sé cómo son las otras casas de familia. En mi casa todos hablan de comida. “¿Ese queso es tuyo?” “No, es de todos”. “¿La papilla está buena?” “Está buenísima.” “Mamá, pídele a la cocinera que haga un cóctel de camarones, yo le enseño.” “¿Cómo sabes?” “Lo comí y aprendí por el sabor.” “Hoy quiero comer solamente sopa de arvejas y sardinas.” “Esta carne está demasiado salada.” “No tengo hambre, pero si compras pimienta yo como.” “No, mamá, ir a comer a un restaurante sale muy caro, y yo prefiero comida casera.” “¿Qué hay de comer en la cena?”
No, mi casa no es metafísica, nadie es gordo aquí, pero no se perdona una comida mal preparada. En cuanto a mi, abro y cierro mi cartera para sacar dinero para compras. “Voy a cenar afuera, mamá, pero guárdame un poco de cena.” Y en cuanto a mi, me parece bien que en un hogar se mantenga encendido el fuego para lo que venga. Una casa de familia es aquella donde, además de mantenerse el fuego sagrado del amor bien encendido, se mantienen las ollas sobre el fuego. El hecho es que sencillamente nos gusta comer. Y con orgullo soy la madre de esta casa de comidas. Además de comer conversamos mucho sobre lo que sucede en Brasil y en el mundo, conversamos sobre qué ropa es adecuada para determinadas ocasiones. Somos un hogar.
Clarice Lispector, Revelación de un mundo